La obra

A comienzos de los años 60 del pasado siglo XX, el pintor Raúl Torrent comienza a pintar de forma continuada. Sus primeros pasos están relacionados con el informalismo abstracto, en la vía de Millares y Cruz de Castro, con quienes intercambió obra. Es ésta una etapa donde la materia (tierras, cuerdas y sacos) ocupa un lugar primordial en su trabajo. Es un periodo donde predominan los grises, y donde encontramos un fuerte componente de abstracción, si bien pueden, entre lo irreconocible,  figuras humanas de gran carga dramática.

Tras esta etapa fue progresivamente acercándose al óleo, realizando tanto retratos humanos como paisajes o bodegones, siempre anticonvencionales, y también, en esta época, aliñados con una notable dosis de corrosivo humor. Estamos ya en los años setenta.

A partir de aquí, y en las dos décadas sucesivas, los temas se limitan para llegar a uno solo: el autorretrato, que adquiere tintes fuertemente expresionistas, tanto en su raíz como en su ejecución. Sus cuadros se sitúan en la órbita de los primeros pintores hicieron del grito su razón de ser. Obsesivamente, se pintó a sí mismo en obras de mediano y gran formato, con una materia extremadamente densa. El desgarro vive en ellos. Fueron casi veinte años de pintar lienzos minuciosamente ordenados de forma numérica, de los que solo se evade para pintar alguna figura (muy pocas) femenina o infantil, siempre de su entorno, o para hacer el retrato de algún amigo. Los ojos se salen de las órbitas de estos seres destrozados que siempre son la misma persona, los rostros se desencajan y casi llega a perder sus perfiles.

No conocemos, en la historia del arte, alguien que de forma tan compulsiva se haya dedicado a esta forma extrema del retrato. Salvando todas las distancias quizá Frida Kahlo, pueda recordarnos no una forma, sino un sentido similar de la pintura.

Loma del olvido